En el asturiano concejo de Quirós se encuentra este lugar en el que el tiempo parece detenerse y el único sonido es el de las aguas del río que bajan entre las piedras, sin descanso, como ávidas de llegar a su destino final, para dejar de ser dulces y llenarse de sal.

Esas aguas que en el camino, además de arrullarnos con su sonido, también cumplen su función de «motor» de esos molinos donde, principalmente la escanda, se convierte en la harina que luego será pan, cumpliendo, como el agua, su ciclo.

Pero no todo el agua discurre entre plantas y piedras en su camino hacia el mar. Las pequeñas gotas que el rocío de la madrugada deposita sobre las telas de araña, permanecen quietas, impasibles, ante el paso de las horas, negándose a abandonar el paisaje del que forman parte, del que son un elemento más.

Y fuera el mundo sigue, y el tiempo transcurre inexorable, segundo a segundo, día a día. Y toca volver a la realidad y dejar atrás al silencio, al agua, a las telas de araña y todas esas efímeras sensaciones que allí sentimos. Pero no volvemos igual que llegamos. Algo de aquella magia se nos adhiere al alma y nos acompañará para siempre.