Cae la noche y se encienden las luces de la ciudad. Esas luces que dan ese tono anaranjado, que modifican la realidad que vemos durante el día.
Si, además, tienes la suerte de vivir en una ciudad con mar, podrás disfrutar las luces reflejadas, alargando sus haces sobre esas aguas que los mecen con la dulzura que una madre mece a un niño.
Y también está ella, la Luna, que se asoma por la ladera de la colina para contemplar ese mar iluminado. Para competir con las farolas al iluminar la noche. Y, cómo no, para velar los sueños de esa ciudad dormida bajo su manto.
Y, al llegar el alba, las luces se apagarán y la luna se ocultará para dejar paso al sol que acompañará al bullicio, las prisas, la vida. Esa vida que, si no fuera por la luna y las luces, parecería detenida.
En el asturiano concejo de Quirós se encuentra este lugar en el que el tiempo parece detenerse y el único sonido es el de las aguas del río que bajan entre las piedras, sin descanso, como ávidas de llegar a su destino final, para dejar de ser dulces y llenarse de sal.
Esas aguas que en el camino, además de arrullarnos con su sonido, también cumplen su función de «motor» de esos molinos donde, principalmente la escanda, se convierte en la harina que luego será pan, cumpliendo, como el agua, su ciclo.
Pero no todo el agua discurre entre plantas y piedras en su camino hacia el mar. Las pequeñas gotas que el rocío de la madrugada deposita sobre las telas de araña, permanecen quietas, impasibles, ante el paso de las horas, negándose a abandonar el paisaje del que forman parte, del que son un elemento más.
Y fuera el mundo sigue, y el tiempo transcurre inexorable, segundo a segundo, día a día. Y toca volver a la realidad y dejar atrás al silencio, al agua, a las telas de araña y todas esas efímeras sensaciones que allí sentimos. Pero no volvemos igual que llegamos. Algo de aquella magia se nos adhiere al alma y nos acompañará para siempre.
En un mundo cada vez más tecnológico y donde se nos obliga a vivir con prisas, es un privilegio encontrar pequeños lugares donde el tiempo se detuvo hace mucho tiempo, y que nos devuelven la tranquilidad que no siempre apreciamos que nos falta.
Uno de esos lugares es el Conjunto Etnográfico «Os Teixois« en Taramundi (Asturias). Una pequeña aldea con edificios de piedra enclavada entre las verdes montañas del occidente asturiano.
El agua es el protagonista de todo el complejo. Un agua tan cristalina como helada, que baja de la montaña y que permite que funcionen los diversos ingenios que hacen único este complejo, como el batán,
el molino,
o la fragua, donde agua y fuego se unen rompiendo el mito, porque, al igual que son dos elementos contrapuestos, también pueden ser aliados cuando es necesario.
Dice la RAE, en su primera acepción, que el ocaso es la «puesta del sol, o de otro astro, al trasponer el horizonte». Un momento que, si hay suerte y el tiempo lo permite, nos sorprenderá por su llamativo colorido y nos hará desear que ese momento se prolongue para siempre, que no termine.
Todo lo contrario que ocurre con la otra definición que nos dan los académicos, cuando nos dicen que ocaso también es «decadencia, declinación, acabamiento». En ese caso, deseamos que el final llegue pronto, que la agonía no dure demasiado.
Los humanos somos capaces de lidiar con los problemas, con la tristeza, con la fealdad, con la decadencia que nos rodea. Aprendemos desde pequeños a avanzar pese a lo negativo.
Sin embargo, no siempre nos paramos a reflexionar, a pensar antes de seguir avanzando. Por esa razón, cuando tenemos la fortuna de estar en el lugar y momento correctos, lo mejor que podemos hacer es sentarnos a contemplar la belleza que la naturaleza nos regala. Y aprovechar esos momentos de calma para reflexionar sobre qué queremos y cómo queremos conseguirlo.
Si lo hiciéramos, tal vez, y sólo tal vez, el mundo sería un lugar mejor.
Si tuviera que definir a Florencia con una sola palabra, esa palabra sería Arte, porque lo primero que me viene a la mente son la bonita catedral de Santa María del Fiore con su fachada decorada, que se yergue orgullosa ante los paseantes, turistas o locales, que a diario pasan ante ella.
Una catedral que, si por fuera, llama la atención, por dentro deja sin palabras y las exclamaciones de admiración se suceden, por muy descreído que se sea, pese a lo austero de su interior, o quizás, por eso mismo.
Pero entre tanta austeridad, resalta la decoración de la Cúpula, obra del gran FilippoBrunelleschi.
Pero, incluso más que la magnífica catedral gótica, el gran protagonista de Florencia es el David de Miguel Angel, que estaba diseñado para estar en Santa María del Fiore, y que acabó instalado en la Galleria dell’Accademia.
Lo que más llama la atención cuando uno entra en la sala en que se encuentra ubicado es el tamaño de la escultura. Pese a lo descomunal de la obra, la precisión del maestro Buonarroti en cada detalle hace que esperes que se baje de la peana y se ponga a caminar entre el numeroso público que le rodea.
Contemplando esa mano que le cuelga al costado, en la que se aprecian esas venas abultadas que, si las miras fijamente parecería que la sangre circula por ellas, no puedes evitar pensar en que si Goliat las hubiera mirado antes de que David usara la honda, quizás no habría estado tan seguro de su victoria y no hubiera sucumbido ante el ataque del pequeño David.
Y, como Florencia es arte, también sus artistas callejeros se convierten en arte, para no desentonar con el entorno.
Y en la ciudad Arte también hay espacio para la pintura, en este caso en el interior de la Galleria degli Uffizi,donde se pueden encontrar magníficas obras del Renacimiento, como la Primavera de Botticelli, aunque tengas que verla entre cabezas, brazos y fotos de otras personas.
Y, para acabar el recorrido por esta joya artística de la Toscana, una imagen del Ponte Vecchiodesde una ventana de la Galleria. Porque Florencia no sería lo mismo sin ese puente, ni el puente sería lo mismo sin Florencia aunque cruzase el mismo río Arno.
En pocos sitios me siento tan yo como junto al mar. Puedo pasarme horas sentada contemplado el vaivén de las olas, viéndolas llegar y alejarse, unas veces tranquilas y sosegadas y otras, las que más me gustan, enfurecidas, queriendo arrasar con todo lo que trate de frenarlas.
Pero pocas cosas se comparan a vivirlo desde un barco viendo como la costa se va alejando y la gente y los edificios se hacen pequeñitos, mientras tú te sientes tan inmenso como el océano que te rodea. Ese momento en que el balanceo del barco, unido a la brisa y al aroma del mar, te hacen desear que el tiempo pase despacio o, mejor aún, que se detenga, que se haga eterno.
Pero, al final, la travesía termina y hay que regresar, aunque los recuerdos y las sensaciones no desaparecerán jamás. Y piensas en Alberti y su Marinero en tierra y sabes, que como él, estás unida al mar, incluso después de muerta.
Si mi voz muriera en tierra llevadla al nivel del mar y dejadla en la ribera.
Llevadla al nivel del mar y nombradla capitana de un blanco bajel de guerra.
¡Oh mi voz condecorada con la insignia marinera: sobre el corazón un ancla y sobre el ancla una estrella y sobre la estrella el viento y sobre el viento la vela! (Rafael Alberti)
La Ciudad Eterna, la ciudad de César Augusto, la ciudad del sacro imperio romano-germánico, la ciudad de Fellini. Todo eso y más es Roma. Una ciudad caótica y bella a partes iguales. Una ciudad que te sorprende con una obra de arte en cada esquina.
Lo más emblemático, sin duda, el Coliseo, sede de las luchas de gladiadores, que aún hoy medio en ruinas, muestra su esplendor. No es difícil imaginar sus gradas llenas de gente gritando, animando y mostrando sus filias y fobias hacia aquellos hombres que, no pocas veces, dejaban su vida en la arena, por la decisión arbitraria de otros.
Pero no le van a la zaga espacios como el Foro Romano y Palatino. Es extraña la sensación de recorrer sus calles en el siglo XXI y no poder evitar pensar en ellas llenas, celebrando otra victoria de las cohortes que ayudaba a ampliar el Imperio. Esas calles que recibieron a Cleopatra, a Julio César, a Marco Antonio, que vieron caminar por ellas a Tiberio, a Domiciano, al propio Nerón.
Esa Roma que, apenas sin transición, te lleva al Rinascimento de Miguel Ángel, con sus magníficas esculturas, como el Moisés que se encuentra en San Pietro in Vincoli,
o al Barroco de Bernini con obras como Santa Maria Maggiore
o la columnata de la Piazza San Pietro.
Pero Roma también es actualidad, es gente que camina por sus calles, o las recorre en moto, igual que hicieron Audrey Hepburn y Gregory Peck.
Y con su caos circulatorio, sus calles y plazas plagadas de turistas y un profundo aire decadente, Roma te enamora, te atrapa y te hace saber que, con o sin arrojar moneda a la Fontana de Trevi vas a volver. Porque siempre hay un rincón nuevo que descubrir.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: «la noche está está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».
A diferencia del poeta yo no veo tristeza en una noche estrellada, aunque debo reconocer que hay pocas cosas que me hagan sentir tan pequeña como un cielo lleno de estrellas. Esos pequeños puntos de luz tan lejanos y tan cercanos al mismo tiempo.
En el silencio y la oscuridad de la noche, donde todo parece cambiar y los objetos cotidianos adquieren formas caprichosas que en ocasiones nos hacen dudar, ellas se muestran inalterables. Pero no es así. Las estrellas se mueven, igual que nos movemos nosotros, recorren la bóveda celeste, se desplazan, giran, nos observan igual que nosotros a ellas. Son testigos de amores, desamores, de tristezas y alegrías, de nacimientos y muertes.
Y pasan las horas, y empiezan a asomar los primeros rayos del sol anunciando un nuevo día. Y la magia de las estrellas se va diluyendo hasta el punto de hacernos olvidar que esa luz que las oculta es de otra estrella. Una que, quizás, por cercana y familiar, nos produce menos fascinación.
Cuando pienso en Cádiz, pienso en luz. Una luz brillante, cálida, que ilumina cada rincón de la ciudad y a su gente.
Una luz que ilumina sus parques, llenándolos de vida, de risas y voces,
y su mar. Ese mar junto al que los pescadores pasan sus tardes, en compañía de sus cañas, esperando ese pez que les de la satisfacción del logro conseguido.
Porque no se puede entender Cádiz, sin la fusión de la luz y el mar. Cuando la luz se va apagando, la playa se va quedando solitaria y es el momento idóneo para hacerla testigo de amores y desamores, de riñas, de nostalgias, de sueños.
Las últimas luces, también indican el final de la jornada. Es el momento de dejar las barcas, de regresar a casa con la familia. Mañana será otro día. El sol brillará de nuevo y, con él, regresará la luz.
Hablar de Gijón es hablar del mar, de ese Cantábrico que pasa de la calma a la furia en cuestión de segundos. Ese Cantábrico que te da espacio para caminar junto a él y, al instante, te lo quita, como si fuera el amo y señor de la ciudad y ésta le perteneciese.
Es el mar junto al que se puede pasear, el mar que te relaja mientras lo contemplas, el mar que te da la calma que la vida te exige para poder seguir peleando.
Incluso, cuando la noche empieza a caer sobre la ciudad, y los cielos se vuelven de fuego, ahí está el mar. Quieto, expectante, altivo
No importa la hora, no importa la época del año, el mar siempre esta ahí. Es el amigo que no abandona, pase lo que pase. Es el amante fiel de una ciudad que no puede ni quiere darle la espalda.