Cae la noche y se encienden las luces de la ciudad. Esas luces que dan ese tono anaranjado, que modifican la realidad que vemos durante el día.
Si, además, tienes la suerte de vivir en una ciudad con mar, podrás disfrutar las luces reflejadas, alargando sus haces sobre esas aguas que los mecen con la dulzura que una madre mece a un niño.
Y también está ella, la Luna, que se asoma por la ladera de la colina para contemplar ese mar iluminado. Para competir con las farolas al iluminar la noche. Y, cómo no, para velar los sueños de esa ciudad dormida bajo su manto.
Y, al llegar el alba, las luces se apagarán y la luna se ocultará para dejar paso al sol que acompañará al bullicio, las prisas, la vida. Esa vida que, si no fuera por la luna y las luces, parecería detenida.
