Para poder jugar, es importante que todos los jugadores conozcan previamente a qué van a jugar, y cuáles son las reglas de ese juego. Si el juego es sobradamente conocido, todo lo más que se puede es acordar si la apuesta tiene un mínimo o un máximo, si el que pierde paga los cafés o si, se eleva la apuesta, y al vencedor se le invita a cenar. Acordado eso, toca sentarse a la mesa, repartir las cartas y empezar la partida.
Una vez que las cartas están sobre el tapete, la suerte y la habilidad de los jugadores son fundamentales. A veces se gana, otras se pierde y algunas, las menos, hay empate. Lo importante es que, al final de la partida, todo el mundo quede satisfecho con lo que ocurrió en la mesa de juego. Esto es lo que ocurre cuando todos los jugadores saben para qué están allí y cuál es su cometido.
Lamentablemente esto, que parece tan sencillo, se rompe muchas veces cuando en la mesa hay un mal jugador. Alguien que, cuando gana las reglas son correctas, pero que, cuando pierde, trata de cambiarlas en mitad de la partida. Pero las reglas son tozudas y se empeñan en mantenerse, especialmente, cuando el resto de jugadores no acepta la rabieta de quien no sabe asumir que es uno más y que no siempre puede ganar por mucho que se patalee o se pretenda que los observadores silenciosos, ajenos a la partida, den su opinión.
Así que, estimado jugador, si piensas sentarte a la mesa, asegúrate de que también estás dispuesto a aceptar las reglas del juego para que ni tú, ni los demás, pierdan el tiempo con una partida que no se va a terminar.